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En su cruz y en su gloria

“Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree...” (Romanos 1:16a)


A menudo, presuntos predicadores con sus mensajes impecables, asfixian a sus oyentes, al demandarles una vida de perfección ya consumada y triunfalismos absolutos. Lo cual es irreal en tanto estemos en este cuerpo y mundo corruptibles, y que ni ellos mismos tienen, aunque se proyectan como que sí, imponiendo cargas en las consciencias, con las que ni ellos mismos pueden. Ni que Dios hubiera encomendado este ministerio de la reconciliación a los ángeles, sino a los hombres falibles, para que nos compadezcamos, acompañemos y ayudemos mutuamente, puesto que todos padecemos de lo mismo. Por lo cual, efectivamente, podemos exhortarnos unos a otros de manera eficaz, gracias a la consolación que cada uno recibe del Espíritu Santo, para resistir y vencer, o levantarnos al caer, en nuestras propias luchas personales o íntimas. Y de ese modo, unos con otros comprobamos para paz, que estamos en el mismo camino, sustentados por el mismo Espíritu, si es que estamos en Él.

Sin embargo, de no presentarse así, es como si se ignorase que por dentro, todos somos gente quebrada bajo la presión de debilidades inherentes a nuestra naturaleza humana, las acechanzas del adversario, y las corrientes adversas del mundo; que si bien estamos en Cristo, aún necesariamente vivimos un continuo proceso de restauración y renovación. De modo que a todos nos falta lo infinito respecto a Él, por más que hayamos progresado, puesto que la luz de su santidad ha sido eternamente perfecta e inaccesible. Entonces si a todos nos falta lo infinito, a todos falta lo mismo, en lo cual no hay nada de qué enorgullecerse. La única opción de salvación y santificación victoriosas que tenemos, consiste en direccionar nuestra mirada y andar hacia el Señor Jesucristo, nuestro único salvador, pero no como que ya lo hemos alcanzado, sino prosiguiendo en ese camino esforzadamente. Y haciendo así, debemos ser humildes, porque la fe que lo hace posible es don de la gracia de Dios, y de ninguna forma, mérito nuestro, sino imputable por los méritos y el sacrificio redentor de Cristo. Sólo Él llena todo lo que nos falta para alcanzar su plenitud. Cualquiera que presuma lo contrario, como que ya está al nivel del Señor, solamente se estancaría, engañándose a sí mismo y a los demás, para perdición, si la misericordia de Dios no lo librase del autoengaño de su soberbio corazón.

Y ahora bien, ni siquiera se podría presumir este lado positivo de la renovación interior, sin reconocer, a la vez, el deterioro definitivo al que nuestro exterior está expuesto. De modo que todos nos vamos desgastando hasta que la semilla fenece en tierra, donde no es que muere sino que es sembrada en reposo, para renacer con un nuevo cuerpo, de aquella naturaleza gloriosa y triunfante que el Señor nos ha prometido por la eternidad. A no ser que antes seamos transformados en la glorificación con Cristo, en su segunda venida, lo cual también esperamos con certeza.

Por tanto, aún prediquemos la final victoria definitiva sobre el pecado y la muerte, la resurrección de los muertos, la glorificación postrera, y la vida eterna en perfecta santidad, gozo y paz que nos espera en el reino de los cielos en Cristo Jesús. Proclamémoslo porque es verdadero, porque es la meta que orienta nuestro rumbo aquí, y porque es absolutamente conseguible y así será; puesto que ya su conquistador, Jesús, nos lo concedió a todos los que creamos y permanezcamos en Él. Pero mucho cuidado con mutarle al mensaje el proceso de crucifixión a través del cual se llega, o esconderlo hipócritamente en nosotros, que debemos ser un evangelio vivo real. Cosas así, en vez de ganar, lo que desanimarían a los verdaderos hermanos o a los que buscan sinceramente serlo, pues tampoco es lo que hayan en sí mismos, aun Dios morando en sus corazones.

¡Cuidado! Porque cualquiera que presuma deliberadamente, una falsa apariencia de los sumos atributos que sólo Dios tiene en la hermosura de su santidad, y/o seduzca el corazón de su pueblo con falsas promesas que ofrecen una vida de paraíso en este mundo, incluso si lo respaldaran poder y riquezas asombrosos, sólo estaría oscureciendo su vista y la del pueblo que lo escucha, al dirigirla a sí mismo y a la tierra, en vez de al Señor y su reino eterno en los cielos. Esos son aquellos de los cuales Dios dice: “No los conozco, hacedores de maldad.” Por tanto, aún seamos cuidadosos de oír y proclamar sólo lo verdadero que conviene a la buena batalla y carrera de la fe, a fin de llegar al final victoriosos en nuestro todopoderoso Dios. Porque el genuino evangelio de poder, del cual no nos avergonzamos, es verdadero en su cruz y en su gloria.

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