
Estaba leyendo una reconfortante reflexión de como Jesús respondió con gracia y afirmación a la debilidad de los momentos culminantes de Juan el bautista, quien supongo que así como los discípulos, esperaba una manifestación terrenal del reino de Cristo en su primera venida, como suele suceder en nuestra incapacidad humana de percibir la gloria de Dios obrando a través de los procesos de crucifixión y en las “pequeñeces” del servicio, necesarios para experimentar también la gloria postrera de su resurrección y reino sempiterno.
En aquel mensaje, el predicador enfatizaba sobre la vulnerabilidad de todos los servidores del Señor sin importar la grandeza que Dios les confiera, y en la respuesta siempre compasiva de Cristo ante los rezagos de nuestra humanidad, sin deterioro de la dignidad que hemos recibido como legítimos suyos, sino al contrario, con palabras de gracia y honra.
Entonces me volvió a asaltar una inquietud que ha prevalecido en mi meditación de ese pasaje, y no me encajaba que su sentido fuera peyorativo hacia Juan teniendo que ver con la vacilación. El profeta acudió como es digno, al dador de la fe en su duda, así como nosotros deberíamos hacer, por más denigrante que sea el dardo de fuego. Sin embargo suelo procurar inútilmente conciliar las cosas por mí mismo, en lugar de preguntarle al único que sabe todas las cosas. Pero las veces que acudo con dudas francas de espíritu humilde, al dador de la sabiduría, no me ha reprendido, sino que con aquella misma longanimidad y dulzura, sus palabras corren el velo de mi entendimiento sesgado. Así que hoy le pregunté a Jesús: — ¿Por qué dijiste en cuanto a Juan: “el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él”, habiendo antes dicho que “entre los nacidos de mujer no hay mayor profeta que Juan el bautista”?...
Pronta la respuesta del sentido de sus palabras con paralelos de armonía en toda la Escritura: ni la mayor grandeza en esta morada terrenal es comparable con la del más pequeño entre los que moran en el reino de los cielos. Incluido Juan en ello, quien menguó para que Cristo fuera engrandecido, renunciando a la gloria terrenal temporera hasta dar la vida, por lo que estaba ya presto a entrar como un grande a la gloria eterna que en nosotros también ha de manifestarse.

